Hace unos días fue noticia el sorpresivo desempeño de algunas aplicaciones de Inteligencia artificial (IA) en la Olimpiada internacional de matemáticas. Por primera vez en esa competencia, dos programas de IA alcanzaron puntuaciones del nivel oro, lo que ratifica el avance de esas tecnologías en la resolución de problemas formales de alta complejidad.
Los recientes desarrollos en IA han generado profundos debates sobre las bondades del progreso tecnológico para la humanidad. La opinión dominante ha insistido en la importancia de sus aplicaciones para la economía, gracias al aumento de la productividad, en las nuevas oportunidades abiertas para la producción científica; a la aceleración del procesamiento de información; y en los cambios para la vida cotidiana por el ahorro de tiempo en tareas diversas. Sin embargo, poco se habla de la profundización de la crisis de civilización y del “aviso de incendio” (en palabras de Walter Benjamin y Michel Löwy) que tales tecnologías profundizan. En un contexto de crisis climática, preocupa que la IA propicie la depredación y apropiación ilimitada del agua usada para enfriar los servidores necesarios para la ejecución de estos programas.
De acuerdo con la National Geographic, al generar un texto de 100 palabras en ChatGPT se consumen, en promedio, 519 mililitros de agua. El volumen equivalente a una botella de agua disponible en el mercado. Si multiplicáramos esa botella de agua por las consultas que se realizan mientras usted lee esta columna, podemos tener una preocupante dimensión del gasto de agua que implican estas tecnologías. Por ejemplo, hace unos meses fue muy popular convertir fotografías en caricaturas al estilo de un famoso estudio japonés; hoy se calcula que, en menos de una semana, se habrían utilizado 216 millones de litros de agua para hacer posibles esas imágenes. ¿Valió la pena semejante impacto ambiental para tener unos minutos de entretenimiento?
Los datos son tan alarmantes que incluso Naciones Unidas proyecta que para 2050, tres de cada cuatro personas en todo el mundo podrían sufrir las consecuencias de la sequía y que los costos actuales por la escasez de agua ya superan los 307.000 millones de dólares anuales. Tales datos confirman una constante histórica: el capitalismo sigue desarrollando el propósito de dominar las fuerzas de la naturaleza como condición para un desarrollo tecnológico que no siempre redunda en el bienestar de la humanidad. Es insuficiente sostener que la IA ha llegado para quedarse, más bien resulta evidente que buena parte de los avances industriales del siglo XXI dependerán de los desarrollos de estas tecnologías. El capitalismo 5.0 dependerá de unas fuerzas productivas aceleradas con mayor capacidad de resolución de complejos problemas formales, y con una mayor capacidad de generar depredación ambiental, todo en un contexto de crisis climática, alimentaria y energética, lo que pone en riesgo las posibilidades de la vida humana. Así la consigna popularizada por Schumpeter sobre la “destrucción creativa” inherente a las fuerzas productivas en la modernidad, cobra un nuevo y preocupante sentido, pues plantea la producción masiva de datos e imágenes con la mayor aceleración, con su correlativa destrucción de ecosistemas.
Los impactos de la IA nos deben (re)convocar a reflexiones críticas sobre el papel de la academia, la investigación y los desarrollos científicos y tecnológicos en pro de la existencia en condiciones dignas para la humanidad. Por eso debemos llamar la atención sobre los desafíos que tenemos en el campo de la docencia y la investigación, lo que nos lleva a plantear, al menos, tres reflexiones:
Primero, es importante señalar que ninguna tecnología es un instrumento neutral que no genera consecuencias para la vida social. El uso de estas implica desafíos éticos insoslayables en un contexto de crisis ambiental. Tal reflexión es urgente para nuestros colegios y universidades, al acercarnos a la IA como una herramienta a usar en las aulas y en los trabajos extra clase. Es urgente preguntarnos en las comunidades académicas sobre la pertinencia de sus usos en las labores de docencia, investigación y extensión en el campo educativo. A nuestro juicio, no podemos ser ni completamente apocalípticos, ni absolutamente integrados.
Segundo, es urgente abrir un debate público sobre la regulación estatal de estas tecnologías. La centralidad de la IA en la vida cotidiana de la comunidad académica y de la ciudadanía en general, exige deliberar sobre sus estándares de utilización, sobre cómo deben usarse estas tecnologías tanto en sus aplicaciones industriales, como en sus usos académicos y ciudadanos. Necesitamos democratizar el debate sobre estas tecnologías para tomar decisiones públicas acerca de sus alcances.
Y tercero, en los debates sobre la IA urge insistir en la pregunta sobre la propiedad, sobre quiénes son propietarios de las compañías tecnológicas, quiénes tienen propiedad intelectual de sus productos y quiénes controlan los datos implicados en esos procedimientos. Como en otras ocasiones, las preguntas sobre la tecnología y su regulación, son preguntas sobre poder social acumulado.